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Primera edición, 2016
Segunda edición, 2020
Edita: Asociación Sancho Ramírez e Instituto de Estudios Altoaragoneses
© De los textos: Valentín Mairal López.
© De las imágenes: Sus respectivos autores.
Foto de la portada: Composición de Ana Gala y Carlos José García sobre una fotografía
del Portal de San Francisco de F. de las Heras.
Foto de la contraportada: Composición de Ana Gala y Carlos José García con un sueldo
jaqués y el Fuero de Jaca, en el Libro de la Cadena del Concejo de Jaca (AMJ. Ayuntamiento
de Jaca).
Asesoría y corrección técnica de la primera edición: Alberto Gómez.
Diseño y maquetación: Mónica Ballarín - Pirineum.
ISBN: 978-84-617-6029-9
Depósito legal: HU-162-2020
Imprime: Imprenta El Pirineo - Jaca.
Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción, copia, almacenamiento o transmisión
por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otro
tipo, sin consentimiento previo de los propietarios del copyright.
Índice
Prólogo ....................................................................................9
Agradecimientos .................................................................... 21
Introducción ........................................................................... 23
Estructuración del contenido .................................................. 28
Siglas ...................................................................................... 29
Primera parte:
Recopilación introductoria e investigación
1. Ubicación ........................................................................... 33
2. Asentamiento Ibero y Romano........................................... 35
3. Ciudad Medieval................................................................. 40
3.1. Ramiro I y Sancho Ramírez............................................. 40
3.2. Ramiro II ......................................................................... 42
3.3. Jaime II, Alfonso IV, Martín I y Juan II........................... 46
3.4. Fernando II y Carlos I...................................................... 52
4. Inflexión: Felipe II y su Ciudadela ......................................55
5. Entre guerras....................................................................... 67
Segunda parte: Investigación
6. Aires liberales ..................................................................... 81
7. Jaca y su zona polémica en el contexto de las plazas
fuertes españolas .................................................................... 96
8. Una aproximación a la descripción de las murallas ...........114
9. El protagonismo de las murallas en la vida ciudadana
Algunos testimonios ............................................................. 146
10. Las murallas a través de la prensa jacetana (desde 1881). 159
11. Un año clave, 1914 .......................................................... 191
12. Derribo y años posteriores................................................ 198
13. ¿Por qué cayeron las murallas?........................................ 217
Fuentes utilizadas ................................................................... 241
Notas ...................................................................................... 243
Bibliografía..............................................................................249
Prólogo a la 2ª edición
Jaca, una ciudad que tuvo murallas es, antes que nada, la expresión
de un amor correspondido: el del autor, Valentín Mairal, por su ciudad
y sus paisanos. A la historia de uno de los momentos cruciales para
entender la evolución de su traza urbana contemporánea ha dedicado
muchas horas de trabajo en archivos y hemerotecas, amén de otras tantas
de estudio minucioso de las fuentes documentales seleccionadas,
sometidas luego a escrutinio, interpretación y cotejo con las ya conocidas.
Estoy seguro de que han debido de ser horas de emociones encontradas:
zozobra y hasta dolor en alguna ocasión, pero también placer y esa felicidad
que experimenta todo historiador al levantar la capa de polvo que
fosilizaba hasta entonces la trama del pasado.
Estamos ante un libro muy ameno que admite lecturas de intensidad
varia: la del profano que se acerca por primera vez al tema sin más
equipaje que la mera curiosidad, pero también la del estudioso que espera
ver verificadas en las fuentes documentales las hipótesis de trabajo propuestas.
La edición está acompañada de un aparato fotográfico y cartográfico
de la mayor utilidad para seguir el hilo argumental: fotos y mapas
constituyen un sólido apoyo del trabajo investigador y confieren al libro
un tono muy didáctico, propio, por otro lado, de quien ha pasado casi
cuatro décadas de su vida consagrado a la docencia, en una buena parte
en la propia ciudad de Jaca.
Su investigación viene a sumarse a la nómina de trabajos ya clásicos
sobre la historia de la ciudad —Lacarra (1950), Aznárez (1960), Molho
(1964), Osset (1971), Ubieto (1975), Buesa Oliver (1979), Buesa Conde
(1982), Yeste (1991), Betrán (1999), Gómez Valenzuela (2000), Bielza
(2003), Gómez García (2008), Guirao (2010), Justes y Royo (2012) o
Moreno (2015)—, que son citados oportunamente para hacer la síntesis
evolutiva de las diferentes propuestas de trazado de la muralla. Pero
donde ahora pone el foco el autor es precisamente en el proceso de su
demolición, y es aquí donde, a mi modo de ver, reside el mérito principal
de esta original y novedosa aportación de Valentín Mairal.
El autor ha procedido mediante una sistemática consulta de las
fuentes históricas disponibles: expedientes administrativos municipales y
diario de sesiones del Concejo en aquellos puntos que se hacen eco de
los debates políticos relacionados con la muralla. Se hace asimismo un
exhaustivo barrido de las fuentes hemerográficas existentes: prensa
jaquesa y también regional y nacional. Y hacia ahí apunta, en mi opinión,
una de las claves de la cuestión estudiada: el hecho de que en Jaca se
editen periódicos, por más que sean de tirada y alcance limitados, es
revelador de la existencia de una élite culta que está al cabo de la calle
de cuanto sucede no sólo en España sino también en Europa. Volveré
sobre esto.
Gracias al examen de estas fuentes conocemos ahora mucho
mejor todo cuanto rodeó al proceso de demolición de la muralla de Jaca;
un proceso —lo advertirá muy pronto el lector— que el autor ha estudiado
con pasión y no pocas dosis de melancolía, condoliéndose por una decisión
que, sin embargo, difícilmente hubiera podido evitarse en el contexto
histórico de 1915: excepción hecha de mosén Dámaso Sangorrín, deán
del Cabildo Catedral y a quien debemos la primera edición del Libro de
la Cadena (Zaragoza, 1920), apenas hubo otra oposición —nos recuerda
el autor— que la de muy contados francotiradores disparando desde las
columnas de la prensa local algún que otro dardo impregnado de ironía.
Y es que el republicanismo emergente y la clase obrera jaquesa, como
afirma Mairal, “estaban en otra cosa”: más pendientes de la oportunidad
de los nuevos jornales que pudiera deparar la demolición.
No nos extrañaremos de esto último —o no tanto— si no perdemos
de vista que la demolición de las murallas de la mayoría de las ciudades
españolas —Barcelona en primer lugar— comienza precisamente
durante el Bienio Progresista (1854-56), con los liberales en el poder. No
sucede por casualidad: lo reaccionario era entonces tratar de conservarlas;
naturalmente, no por las razones que de forma imperativa obligan
hoy a hacerlo, sino por puro inmovilismo o simplemente para impedir la
pérdida de valor del suelo intramuros al extenderse la superficie urbanizable
más allá la muralla.
La tesis sostenida aquí por Valentín Mairal sitúa en la servidumbre
militar impuesta, es decir, en la imposibilidad de edificación sobre la llamada
“zona polémica”, el origen del deseo casi generalizado de los jaque-
ses de derribar la muralla y ver ampliada en consecuencia la superficie
edificada allende el histórico recinto. En sustancia: el modo de acabar con
la existencia de una zona de servidumbre militar era acabar primero con
la muralla en que aquélla tenía su origen. La tesis, que está a mi modo de
ver muy bien construida, nos lleva a una doble reflexión: en primer lugar,
en relación con la consideración misma de la muralla como parte del patrimonio
cultural, un concepto hoy muy diferente al de aquellos años; en
segundo lugar, con el urbanismo de mediados del siglo XIX, los padres
intelectuales de cuyas principales corrientes de pensamiento son hijos del
discurso higienista heredado de la Ilustración y militan además en las filas
del progresismo liberal.
En efecto, en la época en que se gesta la demolición de la muralla
jaquesa no existe un concepto de patrimonio cultural comparable al que
venimos manejando desde la segunda mitad del siglo XX. El punto de
inflexión entre el laissez-faire decimonónico y la actitud intervencionista
del Estado en materia de conservación del patrimonio coincide en
España, curiosamente, con la Dictadura del general Primo de Rivera, y
más concretamente con la promulgación en 1926 del Real Decreto-Ley,
de 9 de agosto de 1926, relativo al tesoro artístico arqueológico nacional
(Gaceta de Madrid, de 15 de agosto de 1926). Contempla la creación de
una Junta de Patronato para el inventario, protección y conservación de
los bienes integrados en el Tesoro Artístico Nacional, presidida por el
director general de Bellas Artes e integrada por miembros del mundo académico
y universitario. Sobre esas bases, la República llevará a cabo una
notable ampliación del número de edificios sometidos a protección, promulgándose
una nueva disposición, la Ley de 13 de mayo de 1933, relativa
al Patrimonio Artístico Nacional (Gaceta de Madrid, de 25 de mayo
de 1933), que lleva la firma de Fernando de los Ríos, a la sazón ministro
de Instrucción Pública y Bellas Artes.
Sin embargo, la protección del patrimonio fortificado no se hace
explícita en la normativa española hasta el Decreto de 22 de abril de 1949
sobre protección de los castillos españoles; va firmado en esta ocasión
por el ministro turolense de Educación José Ibáñez Martín. Representa
todo un hito en la formación de la conciencia nacional sobre la importancia
de la protección activa de la arquitectura defensiva, si bien carece de la
definición que tendrá luego la Ley 16/1985, de 25 de junio, del Patrimonio
Histórico Español, pues no estaba claro que en la primera norma quedasen
incluidos ya todos sus exponentes. Precisamente, y como complemento
del Decreto de 1949, se publicará en 1968 un Inventario de
Protección del Patrimonio Cultural Europeo IPCE: España, dedicado a la
Arquitectura Militar, que incluye ahora a 5.220 monumentos, entre castillos,
recintos amurallados, torres, atalayas, fuertes, baluartes, arsenales,
iglesias y puentes fortificados, etc. Ya en la democracia, por ministerio de
la Ley 16/1985 que acaba de ser referida, y que será la fuente de inspiración
de la legislación autonómica, todos los castillos de España pasan
a tener automáticamente la máxima protección: bien de interés cultural.
En definitiva: a la hora de valorar el trauma que, siquiera retrospectivamente,
pudiera producirnos hoy la demolición de nuestra muralla, difícilmente
podríamos invocar criterios de protección del patrimonio cultural
que no estaban en la legislación de 1915, entre otras razones porque
tampoco lo estaban en el debate político de aquel momento. Que a la
sociedad postmoderna de nuestros días le parezca incomprensible el
derribo de una muralla no quiere decir que se lo pareciera también a la
de hace un siglo: ni en Jaca ni en España ni en Europa hay el menor
reproche al desmantelamiento de cuanto se opone al progreso y al desarrollo
económico de las naciones europeas. Ni siquiera Friedrich Engels,
que en su obra Contribución al problema de la vivienda lanzará una durísima
descalificación de las expropiaciones —cerca de treinta mil casas—
ejecutadas en el marco de la reestructuración urbana de París llevada a
cabo entre 1853 y 1870 por el barón Haussmann, prefecto del Departamento
del Sena con Napoleón III, iba a criticar este proyecto por arrasar
una buena parte de su patrimonio histórico. El objeto de su preocupación
era otro: la explotación ejercida por el capital sobre la clase obrera parisina,
privada ahora de sus modestas casas del centro para acabar yendo
a malvivir a los nuevos arrabales de la capital del Segundo Imperio. Y, a
decir verdad, a los más de veinte millones de turistas de todo el mundo
que cada año llegan a la “Ciudad de la Luz” no parece importarles lo más
mínimo que para crear este nuevo París el equipo de urbanistas de
Haussmann creyese oportuno liquidar —murallas incluidas— la ciudad
histórica, reducida ahora a un puñado de referencias anecdóticas y hoy
apenas visitadas, excepción hecha de Notre Dame, los restos de las Arenas
de la Lutetia galorromana y poco más.
La segunda reflexión tiene que ver con el urbanismo de mediados
del siglo XIX. No podríamos entender cuanto sucede en Jaca en 1915 al
margen de las nuevas corrientes de pensamiento que eclosionan casi
simultáneamente en la mayoría de las grandes ciudades europeas y cuyos
efectos se van a difundir con celeridad por casi toda la red urbana continental.
En su origen está el discurso higienista heredado de la Ilustración.
No es ocioso recordar que España acaba de padecer en el siglo XVII
varios brotes de peste bubónica, bien estudiados por Domínguez Ortiz;
alguno de estos —el que entra por los puertos andaluces— ha causado,
sólo en la capital hispalense, la muerte de 60.000 personas. En el siglo
XVIII la epidemia es de fiebre amarilla, mientras que el cólera hará su aparición
en el XIX, con varios episodios: 1933-34. 1855, 1865 y 1885.
La sobremortalidad epidémica tenía así su mejor caldo de cultivo
en las deficientes condiciones sanitarias de las ciudades españolas, encerradas
entonces dentro de sus murallas. En este contexto cobra todo su
sentido la Memoria ¡Abajo las murallas!, sobre las ventajas que reportaría
Barcelona, y especialmente su industria, de la demolición de las murallas
que circuyen la ciudad, del médico barcelonés Pedro Felipe Monlau,
citada por Mairal en este trabajo y bien estudiada por Bahamonde (1996),
Alcaide González (1999), Jori (2012) y por el grupo de investigación sobre
pensamiento higienista dirigido por el profesor Horacio Capel, del Departamento
de Geografía de la Universidad de Barcelona. Si a eso añadimos
el crecimiento demográfico estimulado por la revolución industrial, el resultado
es una sobredensificación de la superficie edificada de nuestras ciudades:
subdivisión de viviendas unifamiliares, elevación de nuevas plantas
y entreplantas, ocupación de patios, aparición de la figura del realquilado,
proliferación de sobrados, etc. (Jori, 2012). En esas condiciones, para la
medicina de la época “no sólo se incrementaba la generación de miasmas,
sino que el espacio disponible para su disipación era más reducido”,
contribuyendo de este modo a la propagación de las enfermedades. En
pocas palabras: al establecer una ecuación difícilmente refutable entre
insalubridad y espacio amurallado, es decir, entre morbilidad y densidad
de población, el pensamiento higienista que domina la sanidad europea
y cuyas prescripciones terminarán trasladándose a la normativa urbanística
acababa de poner en su punto de mira a las murallas. Ni uno sólo de
los intelectuales influyentes del momento se habría atrevido a defender
posturas conservacionistas en relación con las murallas europeas: que
hayan llegado intactas hasta nuestros días unas pocas ciudades fortificadas
—Citadella, Carcasona o Dubrovnik— no significa en mi opinión
sino que estamos ante brillantes excepciones a la regla, habiéndose salvado
sus pétreos envoltorios probablemente menos por el ejercicio de un
proactivo conservacionismo que por las dificultades técnico-económicas
inherentes a su demolición.
La política urbanística, por lo tanto, tenía que estar encaminada a
“neutralizar el funesto efecto que sobre la industria y el comercio ejercían
las ominosas murallas”, según reza el acuerdo adoptado por el Ayuntamiento
de Barcelona al recibir la Memoria de Monlau. (p.8). El soneto
escrito en 1928 por el futuro alcalde Julio Turrau, que nos descubre en
sus páginas Valentín Mairal, está en total sintonía con la visión opresora
que de la muralla barcelonesa y de la redención que se espera de su
derribo tiene unas décadas antes el referido higienista barcelonés. ¿Es
mera coincidencia? ¿O es que el discurso demolicionista ha sido ya interiorizado
por la Europa culta toda? Pues bien, a esa Europa culta pertenece
sin duda Jaca: una ciudad que cuenta con el importante capital
intelectual y cultural que representa su guarnición militar y donde se editan
periódicos y circulan las ideas. Las murallas europeas van a ir cayendo
así una a una, posibilitando el crecimiento de la ciudad por los nuevos
ensanches. Lo veremos en el París de Haussmann, en la Barcelona de
Cerdà, en el Madrid del Marqués de Salamanca, en el Bilbao de Achúcarro,
Alzola y Hoffmeyer, completado luego por Epalza, o en la Zaragoza
de Ricardo Magdalena sobre los suelos de la antigua Huerta de Santa
Engracia.
En mi opinión, el derribo de las murallas no es simplemente el producto
de una moda; responde, por el contrario, a la aceptación por la
intelectualidad y la clase política españolas, con amplio eco mediático en
la prensa de la época, de un nuevo paradigma urbanístico, bien estudiado
por García-Bellido (2006) en un excelente trabajo sobre el papel clave
desempeñado por Pascual Madoz en el derribo de las murallas de Barcelona.
En efecto, su materialización es así el resultado del cruce de las
biografías de dos ilustres personajes de la España del siglo XIX: Ildefonso
Cerdà y, precisamente, Pascual Madoz: ambos son correligionarios del
partido liberal, militan en la Milicia Nacional y comparten bancada como
diputados de las Cortes en 1851. El apoyo decidido de este último será
determinante para la autorización del derribo de la muralla de la capital
catalana, dejando el camino expedito para la aprobación del Plan Cerdà
(que no hubiera sido posible —es menester recordarlo— sin el apoyo
decidido del Gobierno de la Nación, en contra de los intereses especulativos
de ciertos lobbies de la burguesía local, más partidarios de incrementar
los coeficientes de edificabilidad).
¿Qué hay detrás de esa decisión que hoy parecería escandalosa?
Lo ha sintetizado muy bien García Bellido (2006): una preocupación por
el paro y el deseo de desarrollo industrial. Se ingenia por primera vez una
fórmula —Cerdá es su padre intelectual; Madoz, su apoyo político durante
su etapa barcelonesa como gobernador civil— que cierra este círculo de
confluencias entrelazadas basado en la financiación de las obras públicas
con cargo a los beneficios privados generados por el urbanismo municipal;
fórmula que de este modo permite reemplazar el binomio inicial “parohambre”
por un polinomio cuya secuencia es “urbanismo-gestión
pública-plusvalías privadas”. Se inaugura de este modo el “urbanismoedificación”
como motor del crecimiento de la economía.
La demolición de la muralla de Barcelona, aprobada en Consejo de
Ministros de 12 de agosto de 1854 y consumada el día 24, festividad de
San Bartolomé apóstol, representa —en palabras de García Bellido—
todo un big-bang urbanístico que en España lleva el signo político del progresismo
liberal; una posición que la “Gloriosa” de 1868 no hará sino
reforzar, como nos recuerda oportunamente Valentín Mairal. Y esto debe
invitarnos a la prudencia a la hora de manejar las categorías históricas,
ahorrando valoraciones retrospectivas hechas desde los prejuicios del
presente.
Acabo. Estas reflexiones no han querido ser sino la expresión del
testimonio de gratitud del prologuista a su querido compañero de bachillerato
(en aquel inolvidable Instituto Domingo Miral a caballo entre los
años 60 y 70) y posteriormente de licenciatura en la Facultad de Letras
de Zaragoza por su deferencia. No hay mejor forma de corresponder a
tanta amabilidad que la de tomarse uno en serio su trabajo, sin dilatar
tampoco en exceso el momento de poner punto final a esta presentación,
dejando al lector con lo que verdaderamente le importa: la lectura de Jaca,
una ciudad que tuvo murallas; un libro delicioso que, como todo trabajo
científico solvente, despeja unas incógnitas —muchas en este caso—
pero es al mismo tiempo hontanar de futuras interrogaciones. Estoy
seguro de que serán el origen de nuevos frutos editoriales. Estaremos a
la espera.
Zaragoza, 29 de febrero de 2020
Javier Callizo Soneiro
Ex Consejero de Cultura y Turismo del Gobierno de Aragón
Profesor titular de Geografía Humana de la Universidad de Zaragoza
Prólogo
Debía ser el verano de 1958 porque acababa de cursar primero de
Bachillerato en los Escolapios de la calle Mayor de Jaca. Y recuerdo que
estábamos comiendo cuando de pronto llamaron a la puerta y salió a abrir
mi madre. Tardó en volver y al cabo de un rato regresó para reclamar la
presencia de mi padre. Algo grave debía ser porque tardaron una eternidad
en volver y recuerdo, como si fuera ahora mismo, que mi padre volvió
a la cocina y me dijo que le acompañara a la entrada.
De eso hace ya 58 largos años, pero nunca olvidaré la escena de
nuestra llegada al cuartelillo de la Guardia Civil en la Plaza de Biscós,
esquina con la calle de la Palma. Mi padre entró a mi lado, serio pero indudablemente
temeroso. Ya dentro, el sargento sacó del cajón un papel, lo
puso sobre la mesa y me preguntó con sequedad si sabía qué era eso.
Enseguida lo reconocí —aunque no sabía cómo había llegado hasta allí
porque lo había dibujado hacía dos días—. Era un dibujo hecho con mano
infantil, la mía, con pretensiones de plano de la calle Mayor y de lo que
hoy es el llamado Paseo de Invierno. Nada más girar a la derecha, donde
entonces había una carpintería, una flecha señalaba una cruz entre sillares
con la palabra: “Aquí”.
Eran tiempos de maquis y Jaca vivía en permanente alerta policiaca.
El dibujo, mi dibujo, había aparecido entre las páginas del “Catecismo”
que había perdido a la vuelta del colegio el día anterior y no sé
quién, al abrirlo, vio el plano y lo llevó al cuartelillo. Mi firma en la primera
página puso tras la pista a la Guardia Civil y a la salida del cuartelillo tuvimos
que ir al lugar señalado en mi plano mi padre y yo, acompañados
del sargento y un número de los “civiles”, no fuera cosa que los dos Marcuello
nos fuéramos a dar a la fuga.
Y allí, entre el segundo y el tercer sillar, y el cuarto y el quinto contando
a partir de la carpintería, dentro de una caja de cerillas, estaba el
cuerpo del delito: una carta de amor a mi primera novia a la que llevaba
idea de hacerle llegar el “peligroso plano” de los maquis dejándoselo en
el patio de su casa, muy cercana al colegio.
Creo que desde la conquista de la capital de los “iacetanii” por las
tropas de Catón, nunca la venerable Muralla de Jaca había sido motivo
de tan enigmática, ingenua y, al mismo tiempo, entrañable atención.
Me ha venido de pronto esa olvidada escena de mi lejana infancia
a la memoria al leer las páginas que siguen, salidas de la mano amorosa,
tenaz, documentada y jacetana como ninguna de mi viejo y buen amigo
Valentín Mairal, “Tino”, mi gran competidor en los días memorables de la
pesca furtiva a uñeta en el Aragón y colaborador necesario en la puesta
en pie de un villancico inolvidable que yo compuse para un grupito de
jóvenes estudiantes del “Domingo Miral” del que yo ya me había ausentado
hacía unos pocos años.
Para mí la muralla de Jaca es aquella alta tapia del colegio de las
monjas del Carmen, al primero que me llevaron mis padres y que había
que rebasar con frecuencia cuando el pelotón iba a parar a los huertos
que había literalmente extramuros mirando hacia San Juan de la Peña.
Recuerdo haber visto derruir paños enteros de ese tramo hasta el Portal
de Baños para dar respiro a las casas que tenían entrada por la calle del
Carmen y de Joaquín Costa. Y vi también cómo se derribaban tramos de
esa muralla entre la Plaza de Biscós y la calle de Santa Orosia, justo frente
a la entrada de la Ciudadela.
Nada sabíamos entonces de lo que significaban las voces “especulación
urbanística”, “destrucción del patrimonio histórico-artístico” o
“pérdida de las señas de identidad”. Ahora, gracias al excelente trabajo
de Tino Mairal, hecho con el amor con el que se hacen las cosas que te
apasionan y que nadie te obliga a hacer, los jacetanos que hace años que
peinamos canas recuperamos la memoria de la Jaca de nuestra lejana e
inolvidable infancia. Yo perdí para siempre entre sus venerables sillares el
plano que me llevaba directamente a los ojos de la primera novia de ingenua
infancia, pero con la pérdida de sus Murallas, Jaca, mi Jaca eterna
perdió una de sus mejores joyas a manos de mandatarios y colaboradores
que, desgraciadamente, tuvieron sus nefastos imitadores hasta fechas
bien recientes.
Pero como canta Joan Manuel Serrat, “Nunca es triste la verdad:
lo que no tiene es remedio”.
José Ramón Marcuello Calvín
A los que encuentran un momento
para detenerse a conocer la ciudad de Jaca.
A Cecilia y a Valentín.
Agradecimientos
Son varias las personas a las que quiero mostrar mi más profunda
gratitud por haber contribuido a llevar a término este trabajo:
A mi esposa Cecilia, por su ayuda en la corrección de los textos, y
a mi hijo Valentín, por haber dejado entrar en casa con comprensión y
complicidad, durante varios años, un nuevo virus llamado “murallas”. A
un querido amigo de la infancia, Jorge Ochando, que desde la distancia
me animó para que me introdujera en este difícil oficio de “juntar cuatro
letras” y mostrar vivencias y sentimientos en público. Su amistad me llevó
a conocer a su hermano Sergio, con cuya colaboración he contado para
componer varias de las imágenes que se muestran en el libro. A Alberto
Gómez, por la cesión de sus planos y dibujos, por asesorarme desde el
punto de vista técnico, por su amistad y por lo mucho que he aprendido
a través de las largas conversaciones que hemos mantenido sobre Jaca
y sus murallas. A José Luis Ona, a quien le debo parte de mi inspiración
y alguna imagen. A mi amigo y excelente periodista José Ramón Marcuello,
con quien he compartido desde la distancia la misma pasión y visión
de nuestra ciudad; a él le debo el asentamiento de mis recuerdos sobre
algunos restos ya desaparecidos de la muralla. A mis cuñados, Mª Ángeles,
por sus sugerencias, y Carlos José, por su valiosa colaboración con
la realización de la portada y la solapa del libro. A Juan Carlos Domínguez,
por el interés que siempre ha mostrado por el tema y por abrirme la puerta
de la biblioteca de su padre. A Esteban Gómez, por la cesión de algún
preciado documento, por pensar que este trabajo valía la pena y por creer
que yo podía ser la persona indicada para realizarlo. A Pedro Juanín, por
su generosidad al facilitarme varias fotografías de su extenso archivo. A
los componentes del Archivo Municipal de Jaca, por su amabilidad y
buena disposición para facilitarme materiales: Blanca Calavera, José A.
Rivero y Antonia Rius. A todos los amigos que de una manera u otra me
han brindado su colaboración. A Tote Giménez Abad, por poner a mi disposición
las hemerotecas de los periódicos jacetanos que salieron de su
casa. A El Pirineo Aragonés, por hacer pública su completísima hemero
teca. A la Asociación Sancho Ramírez, por darme un par de “empujones”
y cobijo. Al Instituto de Estudios Altoaragoneses por su ayuda financiera.
Y, sobre todo, a Jaca que me han dado la oportunidad de poder hablar
de la historia de sus murallas y a sus gentes, mis paisanos, en los que
me gustaría despertar, con la lectura de este libro, la misma curiosidad y
pasión que tengo yo por todo lo relacionado con mi Ciudad.
Introducción
El presente trabajo es el resultado de la inquietud que el autor siente
por el conocimiento de su ciudad y con él pretende colocar una tesela
más en ese mosaico, siempre inacabado, que representa la historia de
Jaca. Una aportación realizada con el mayor rigor posible, pero siendo
consciente de que podrá haber alguna imprecisión u omisión que espera
encuentre la dispensa del lector.
La asistencia a la exposición de El libro de la Cadena, en junio de
2013, en una jornada de puertas abiertas organizada por el Archivo Municipal
de Jaca, fue la causa que lo condujo a la posterior relectura de dicho
libro. Repasando las abundantes referencias y comentarios que D. Sangorrín
hace sobre la murallas jacetanas, fue como encontró la fuente de
inspiración para tratar de averiguar todo aquello que hacía referencia al
recinto murado de la ciudad, recopilado a través de fuentes muy diversas.
Entre ellas, los estudios de algunos autores que permitían ampliar
el conocimiento sobre el tema, siendo de gran utilidad los realizados por
Ramón Betrán, Domingo Buesa, Alberto Gómez, Jean Passini y Mª Pilar
Poblador; así como otros referidos a ciudades amuralladas, tanto españolas
como extranjeras.
Como resultado de estas primeras lecturas e investigaciones se
publicaron tres artículos en el blog del autor “Mis cosas de Jaca”
(http://miscosasdejaca.blogspot.com.es/) el 11 de enero de 2015, con la
intención de hacer un particular homenaje a las murallas, en el mismo
mes en el que se cumplía el centenario oficial de la Real Orden con la que
se aprobó su derribo.
A raíz de esta publicación, entre los meses de abril y mayo de ese
mismo año, el Ayuntamiento de Pamplona organizó el Ciclo de conferencias
¡Viva Pamplona! El derribo de las murallas, 25 de julio de 1915, día
de júbilo extraordinario, en el que el autor participó con la ponencia titulada
“Jaca y sus murallas, siglos XI-XX”.
Reflexionando sobre los estudios tan pormenorizados existentes
acerca de otras murallas y la escasez de los de las jacetanas, tomó conciencia
de lo interesante que sería seguir ampliando conocimientos.
Con este fin, realizó continuas visitas al Archivo Municipal de Jaca,
para investigar actas y documentos que hicieran referencia a las murallas
y consultó hemerotecas de los periódicos jacetanos, provinciales y nacionales.
Asimismo mantuvo frecuentes conversaciones con personas
mayores, que han ayudado a reconstruir y ampliar los propios recuerdos,
al referir algunas noticias que a ellos les habían llegado por tradición oral,
relacionadas con la vida en la ciudad amurallada; completando este estudio
con un reconocimiento “in situ” de aquellos lugares por donde pasa
y pasó la muralla.
Hablar de las muros de Jaca supone para el autor resolver y cerrar
el círculo de la curiosidad que sentía ante la visión de unos sillares que
siempre le han ido rondando por la cabeza. Nació y jugó muy cerca de
ellos, así que forman parte de los recuerdos imborrables de su infancia.
Ya de adolescente, más de una vez, cuando pasaba por el Portal de las
Monjas y contemplaba lo que queda todavía en pie de esa vetusta muralla
que, de forma milagrosa, ha resistido las embestidas del paso de los
siglos, se hacía la misma pregunta: ¿dónde fue a parar el resto?
Esta curiosidad se fue acrecentando cuando caía en sus manos
alguna foto antigua en la que las murallas servían de telón de fondo a
numerosos aconteceres de la vida de los jacetanos de principios del siglo
XX. Hoy, por fin, se ha decidido a compartir con ustedes lo que ha podido
averiguar sobre algunos aspectos históricos que, hilvanados con el transcurrir
de la muralla, lo han llevado comprender los motivos y circunstancias
que concurrieron en la Jaca de finales del siglo XIX y principios del
siglo XX y que condujeron a la irreparable desaparición de las murallas.
Murallas que representaron, para muchos de nuestros antepasados, un
formidable escudo protector, mantenido con esfuerzo por generaciones
y generaciones de jacetanos a lo largo de más de 800 años, y que suponen
un verdadero libro abierto donde pocas son las páginas en las que
no quedan reflejados los principales avatares por los que pasó la dilatada
historia de la ciudad.
Hoy, cuando se cumple justo un siglo del desdichado acontecimiento
que supuso su demolición, uno no puede más que resignarse e
imaginar cómo sería en la actualidad Jaca con sus murallas.
Su destrucción supuso un avance hacia la modernidad y el progreso;
pero duele esta destrucción cuando la vemos tan reciente ¡1915
fue casi ayer! Y, sobre todo, si tenemos en cuenta los siglos que llevaban
en pie. Fue una verdadera lástima que sus gobernantes no se percataran
del innegable valor patrimonial que tenían esos muros que, de pervivir hoy,
aumentarían en gran medida el rico legado patrimonial que la ciudad de
por sí ya posee.
No vamos a tratar en este estudio de juzgar a nuestros paisanos
que, a principios del siglo XX, se vieron en la tesitura de enfrentarse a una
renovación de la ciudad que se llevó por delante su cinturón pétreo, pero
sí que intentaremos recordar la importancia que tuvieron esos muros para
la ciudad a lo largo de su historia y cuáles fueron las causas que motivaron
su desaparición.
Sabido es el nulo o escaso interés que se tenía a principios del siglo
XX por conservar el patrimonio y los efectos devastadores que, durante
los siglos XVIII y XIX, tuvieron los sucesivos decretos desamortizadores
que se venían efectuando sobre colegios, hospitales, casas de misericordia,
conventos o monasterios.
Cercano tenemos lo que le sucedió a nuestro monasterio de San
Juan de la Peña, cuando, en 1814, debido al decreto de 1809 de José I
Bonaparte, se fundieron y subastaron algunos objetos sagrados con el
consiguiente daño irreparable. Pues bien, si eso sucedía con los bienes
de la iglesia, ¿qué es lo que podría deparar el destino para unas “piedras”
negruzcas y viejas, de dudosa utilidad? A este respecto, parece oportuno
recordar aquí que la preocupación por el Patrimonio cultural e histórico
es relativamente reciente y que tuvo su despegue en Europa de la mano
del movimiento romántico y la novela histórica.
En efecto, gracias a este movimiento se puso en valor el arte me -
dieval hasta entonces prácticamente denostado y aparecieron personalidades
que, aunque desde postulados distintos: “reinvención” (Viollet-le
Duc), “intangibilidad” (Rustic) y “eclecticismo” (Boito o Riegl), difundieron
por Europa la necesidad de conservar y restaurar todo aquello que hoy
entendemos como Bienes de Interés Patrimonial y que a España llegó
casi con medio siglo de retraso.
Por otra parte, los propios jacetanos no tardaron mucho en percatarse
del grave error que se había cometido tirando los muros al suelo.
Ya en enero de 1930, en El Pirineo Aragonés, en una extensa carta abierta
al Sr. Alcalde de Jaca, un “Viejo Jaqués” decía que
... es hora se cumpla con el anhelo de todos los amantes de Jaca y de
que se subsanen antiguas deudas que Jaca tiene con su brillante ayer
histórico… Al desaparecer el torreón de la Moneda se ha perdido por
completo la evocación y recuerdo de una hermosa historia que Jaca atesoraba
antiguamente… Por eso ruego, señor alcalde que, bien sea por
cuenta del Ayuntamiento, bien sea por suscripción voluntaria entre sus
hijos amantes de Jaca, se coloque una lápida evocadora de suceso tan
importante para la historia de nuestra ciudad en el mismo sitio donde
estuvo enclavado el torreón de la Moneda, dándose al acto una patriótica
expresión demostrativa de que los hijos de Jaca saben admirar, saben
reconocer, saben ser dignos sucesores…
Poco después, durante la II República (1931-1936) el Sindicato de
Iniciativa (continuador del Centro de Iniciativas y Turismo creado en Jaca
en 1925), delegación del Sindicato de Iniciativa y Propaganda de Aragón
(SIPA) para la promoción del turismo de Jaca y sus alrededores, en una
de sus publicaciones, la Guía oficial de Jaca y su región, se lamentaba de
la poca sensibilidad que habían mostrado las autoridades locales a la hora
de conservar el legado patrimonial que había llegado casi intacto hasta
finales del siglo XIX; lógicamente, no faltaba una alusión a sus murallas:
Lástima que desde entonces acá, comenzando por la casa Consistorial y
siguiendo luego por las particulares, para terminar con la total destrucción
de las murallas, un afán renovador ha hecho desaparecer de Jaca todo lo
antiguo y típico de ella que, con la invariable naturaleza, era su mejor
ornato.
Otro tanto se podría decir de la opinión manifestada por el erudito
Mariano Pérez Samitier, ex-alcalde y teniente de alcalde en los años decisivos
que condujeron al derribo de las murallas, quien, probablemente
arrepentido, expresó en un espléndido artículo sobre la moneda jaquesa
en la revista Aragón (julio de 1935) una alusión a “el en mal hora desaparecido
TORREÓN DE LA MONEDA”.
Se había llegado tarde, pero a principios de los años treinta, en
Jaca, se era plenamente consciente, no solo de la pérdida de las murallas
sino también de esas “casas particulares” y de “lo antiguo y típico” que
cautivaron a los viajeros de finales del siglo XIX: el palacio de los Abarcas
o los condes de Larrosa, con su torreón gótico; el palacio del conde de
Bervedel, con fachada renacentista y dos torres bajas; el palacio de Hago
o de los Jiménez de Aragü.s, con su patio gótico, torre, artesonados y
chimenea (ahora en el Palacio de Pedralbes). A lo que habría que añadir
las iglesias desaparecidas con anterioridad: la de San Miguel del Puente,
la prerrománica de San Pedro el Viejo, las románicas de San Marcos y de
San Juan y la gótica de San Francisco.
Más avanzado el tiempo, en 1960, el historiador y catedrático de
la universidad de La Laguna Elías Serra Ráfols, autor, entre otros escritos,
de “Fernando el Católico y la ciudad de Jaca”, les dedicó a las murallas
las siguientes líneas:
El conjunto se cierra con un recinto de muros y torres coincidente con el
brutalmente destruido en nuestros días para vergüenza de la cultura de
los jaqueses, grandes despreciadores de su ciudad como, en general, lo
son los habitantes de las ciudades antiguas e ilustres. Lo que hace particularmente
vergonzoso el derribo de las murallas de Jaca es el haber llegado
incólumes a este mismo siglo y, por lo tanto, a momento en que era
lícito esperar su salvación en lo esencial, como Lugo, Ávila, Tarragona, o
Carcasona.
Valentín Mairal López
Estructuración del contenido
El desarrollo y ordenamiento de los distintos capítulos de la obra
han sido la consecuencia lógica de la investigación y de las noticias que
sobre las murallas de Jaca se han ido encontrando y clasificando cronológicamente.
La primera parte, “Recopilación introductoria e investigación”, principalmente
reúne, sintetiza y analiza los datos y la información procedente
de fuentes secundarias; y se completa con datos obtenidos en las fuentes
primarias citadas más abajo. Engloba cinco apartados en los que, partiendo
de la ubicación de la ciudad, a través del hilo conductor de la muralla,
se refieren acontecimientos que se desarrollaron desde la época
ibérica hasta la guerra de la Independencia, haciendo mención especial
a aquellos reyes que más destacaron en ayudar a construir las defensas
de la ciudad.
La segunda parte, “Investigación”, aporta la presentación y el estudio
de datos y textos inéditos, rescatados principalmente del Archivo
Municipal de Jaca y de hemerotecas locales, así como de otras fuentes
primarias que se detallan al final de este libro, en el apartado correspondiente.
Trata de explicar, a lo largo de siete capítulos, el destino de la
muralla durante el siglo XIX y principios de XX: los primeros derribos; la
importante influencia que las “zonas polémicas” tuvieron en la vida de la
ciudad y en las murallas; el intento de descripción de estas; la visión que
ha quedado reflejada en los archivos y en la prensa de aquellas cuestiones
que afectan o tienen relación con la vida de la ciudad amurallada; su posterior
derribo y una serie de conclusiones, en las que el autor vierte su
propia valoración y análisis
Siglas
AMJ: Archivo Municipal de Jaca.
ACA: Archivo Corona de Aragón.
AGS: Archivo General de Simancas.
AHPHU: Archivo Histórico Provincial de Huesca.
AJ: Almanaque jacetano para 1912.
AYH: Ayer y Hoy.
EPA: El Pirineo Aragonés.
EMP: El Monte Pano.
DDH: Diario de Huesca.
LM: La Montaña.
LU: La Unión.
EA: El Anunciador.
FDPH: Fototeca de la Diputación Provincial de Huesca.
JPLT: Journal Politique et Littéraire de Toulouse et de la Haute-Garonne.
AFCEC: Archivo Fotográfico Centro Excursionista de Cataluña.
1. UBICACIÓN
La ciudad de Jaca es de 700 casas y la cuarta en el reino en voto y lugar.
Está edificada a las faldas de lo más alto de los Pirineos y en un lugar llano,
y para en montaña apacible. De fuertes y torreados muros de piedra, es
la más vecina ciudad del reino de Francia que hay en Aragón, porque apenas
está a cuatro leguas de sus mojones. Hay en ella gente noble aunque
no muy rica, porque es lugar apartado y de poco trato.
Esta descripción de Jaca realizada por un clérigo en 1556, en un
informe sobre el obispado de Huesca (Durán Gudiol, 1957, 277), hace referencia
a tres peculiaridades que serán claves en el desarrollo de la historia
de la ciudad: su proximidad a Francia, sus “fuertes y torreados muros” y su
relevancia como ciudad en el reino de Aragón.
Efectivamente, Jaca, emplazada sobre una pequeña meseta a 820
m de altura, elevada sobre el río Gas, el riachuelo de Argent (barranco de
Membrilleras) y el poderoso río Aragón, que da nombre al valle y al reino,
tiene una ubicación privilegiada. Situada a la salida de los Pirineos por el
Somport, fue siempre un lugar de paso: legiones romanas, germanos,
visigodos, francos, peregrinos a Santiago de Compostela y comerciantes,
que encontraban en la ciudad el primer espacio de cierta amplitud tras
atravesar las elevadas cumbres pirenaicas. Este enclave, abierto a la
depresión de la Canal de Berdún hacia Pamplona y protegido por la imponente
mole de la Peña Oroel, explica tanto la existencia de la propia ciudad
como su vocación comercial y su destino como plaza militar de alto
valor estratégico.
La ubicación de Jaca, cercana a Francia y a Navarra, no pasó desapercibida
ni para los reyes aragoneses (Pedro III, Alfonso IV, Jaime II,
Pedro IV o Martín I) ni para los españoles, que la consideraron siempre
un punto estratégico militar de primer orden y a la que ayudaron a componer
y mantener un sistema defensivo en el que se encontraron en un
primer momento las murallas, luego, el castillo de San Pedro (Ciudadela)
y, más tarde, el fuerte de Rapitán.
2. ASENTAMIENTO IBERO Y ROMANO
La historia de las murallas de Jaca es larga, casi tan larga como ha
sido la historia de sus habitantes. Así, el poblado de los iberos ”Iakka” y
sus moradores, “Iakketanoi”, son citados por diversas fuentes clásicas:
Estrabón, Julio César, Plinio, Ptolomeo y Tito Livio. Es precisamente este
último el que hace mención a las murallas cuando nos narra con cierto
detalle cómo Marco Poncio Catón, en el 195 a.C., valiéndose de una
argucia, tomó la población y consiguió que le abrieran las puertas de lo
que entonces debía de ser un “oppidum”: un característico núcleo habitado
y fortificado prerromano.
Si aceptamos como cierta la tesis de Guillermo Fatás
(puesta en revisión por Francisco Beltrán Lloris en 2001) y
los “lacetanos” a los que hace referencia Tito Livio son los
“iacetanos”, y el “oppidum” al que se hace referencia es el de
la ciudad de Jaca, convendremos en que hay una clara alusión,
por dos veces, a la existencia de sus murallas, así
como a la disposición alargadade la ciudad:
Tenían una ciudad muy extendida a lo largo pero mucho menos a lo ancho
(...); el contingente más numeroso de sus fuerzas auxiliares estaba constituido
por jóvenes suessetanos, a los que dio orden de avanzar para atacar
la muralla (…); cuando vio el cónsul que las cosas se desarrollaban
como había previsto galopó a lo largo de la muralla enemiga hasta las
cohortes, se las llevó con él mientras andaban todos dispersos en persecución
de los suessetanos, las metió en la ciudad por la parte en que
estaba silenciosa y desierta, y lo tomó todo antes de que volvieran los
lacetanos (Tito Livio, XXXIV, 20-21).
Parece que este término latino, “oppidum”, encaja perfectamente
con la situación de Jaca, pues cumple con uno de los significados que le
dieron los propios romanos: una colina o meseta cuyas defensas naturales
se han visto reforzadas por la mano del hombre. Un asentamiento
habitado por un pueblo indígena que fabricaba su propia moneda, ases
ibéricos, entre el siglo II y el primer tercio del siglo I a.C., muy similar a la
que se utilizaba en Bolskam (Huesca), otra ciudad cercana de gran protagonismo
en dicha época y con todo lo que ello implicaba: intercambio
comercial, recaudación fiscal, control del territorio, etc.
El “oppidum” que encontró Catón debió contar con fuertes muros
y torres, necesarios para protegerse de los pueblos vecinos, entre los que
se encontraban los “suessetanos” de los que Catón se sirvió para tomar
la ciudad.
Una vez que las águilas romanas se vieron en el interior del “oppidum”,
no sabemos si sus murallas corrieron la misma suerte que las siete fortalezas
de otro pueblo ibérico, los bergistanos, que el propio Catón hizo desmantelar
en un solo día, o las mantuvo y pudieron ser destruidas en posteriores
rebeliones.
Alberto Gómez en su Guía invisible de Jaca hace una propuesta de
ubicación del “oppidum” ibérico de “Iacca” en estos términos:
Se asentó en un lugar estratégico, alzado sobre la meseta (1) que domina
las fértiles vegas de los ríos Aragón y Gas... Por la orografía del terreno, se
especuló con su situación en la franja meridional del la ciudad medieval,
junto a los escarpes del paseo de Invierno (avenida de Oroel) (3) desde el
espolón donde se alza la ermita de Sarsa (4) hasta el convento de las Benitas
(5), ocupando los barrios de Castellar, Ferrenal, Santiago y Benitas. Las
excavaciones arqueológicas han permitido confirmarlo y ampliar la superficie
de su expansión urbana: el sector delimitado por la avenida de Oroel, la calle
Domingo Miral y la calle Mayor (7). Por el lado opuesto de la altiplanicie, la
corona del río Aragón (Paseo de la Cantera) (8) ocultaría sus cultivos.
La ciudad medieval estaba semi-encajada en una protuberancia de la
meseta que sobresalía frente al valle del Gas y de Membrilleras, en el recorrido
del paseo de Invierno entre la Casa de la Cultura y la Bajada de Baños
(vaguada que alcanzaba casi hasta la calle Mayor) (6), aprovechando la
defensa natural de la corona. Dibujando una línea recta entre ellos, aparece
el cerco más idóneo para que pudieran defenderse con el menor gasto de
amurallamiento posible. Por los otros tres lados, se defendía con escarpes.
ciudad ibérica en el sector sudoriental y que, en opinión de J. Justes Floría y J. Ignacio Royo Guillén, “se puede suponer la
existencia de una muralla perteneciente a la ciudad iberoromana", a día de hoy no se conoce ni su tamaño ni su ubicación
exacta. Otro tanto sucede con la ciudad romana. La paz impuesta por los romanos hizo innecesarias este tipo de defensas, al
menos hasta el siglo II d.C. No se conocen restos de sus murallas, en el caso de que las hubiera habido, pero sí se le supone a la
ciudad romana un tamaño mayor de lo que se pensaba hasta hace muy poco, pues, a tenor de los restos arqueológicos encontrados,
se puede asegurar que su suelo urbano podría “aproximarse a los límites de la ciudad medieval, al menos en su etapa de máxima expansión, entre los siglos I y III d.C.” (J. Justes Floría y J. Ignacio Royo Guillén). A la caída del Imperio Romano sucedió en Hispania un periodo de progresiva retracción y abandono de la vida urbana, al que Jaca no debió ser ajena. Sabemos que la vida en esta ciudad, aunque mermada, tuvo continuidad como lo atestiguan los hallazgos arqueológicos encontrados
bajo la iglesia de San Pedro el Viejo, ubicado en la actual plaza de San Pedro, donde se constata la presencia hispano-visigoda
entre los siglos VI y VIII, aspecto este que ha llevado a plantear la hipótesis de la pervivencia de una fortaleza tardoromana.
Dada la escasez de datos concretos, no solo de sus defensas, sino también de la propia ciudad de Jaca, y a la espera de futuros hallazgos e investigaciones sobre este periodo, parece sugerente la apreciación que Enrique Osset Moreno nos dejó en el año 1971 en su libro el El Castillo de San Pedro, cuando nos dice:
El padre Aznárez, en sus “Estudios de historia jacetana”, pág. 22, reproduce
la “General Estoria de Alfonso X el Sabio” a propósito del origen de la
fiesta local del primer viernes de mayo. Aquí, de forma velada, se da la primera
noticia histórica de que en el año 860 ya existían las murallas de Jaca. Textualmente
dice: “Determinaron las mugeres de Jacca, con ánimos cristianos y
varoniles, salir a socorrer a sus maridos…”. Si salieron, a la fuerza tuvo que ser de algún recinto cerrado, y ellas tenían que estar dentro de las murallas.
Sabemos por un texto fechable entre 1020 y 1030, donde se hace referencia a un tal Bellido, “judío mayor del castro de Jaca”, que sobre el extremo nororiental de lo que había sido la ciudad ibero-romana ya existía un “castrum” real (castillo y poblado con amurallamiento concéntrico
característico de la época), utilizado por los monarcas navarros; fuera de
él, otros dos núcleos habitados: el de Santiago, junto a la iglesia prerrománica
de San Jaime, y el de San Pedro el Viejo, edificado sobre la antigua
necrópolis tardo-romana y visigoda, ambos probablemente defendidos
por sus propios recintos o cercados, más o menos rudimentarios, como
los que tuvo la ciudad de Pamplona, donde se sabe con certeza que los
barrios de la Navarrería, San Nicolás y el burgo de San Cernín contaron
con su propio cerramiento antes de ser rodeados por la posterior muralla
medieval.
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